LA NOCHE CAE
En cuanto la noche
cae Dios abandona a los hombres, pero yo soy mujer. Así se lo dije a mi confesor y él, con ese natural
aderezo de saliva que todo cura posee cuando habla con alguien poderoso, me
respondió que yo era la reina de Francia y que eso me obligaba a evitar la
soberbia porque era Dios quien me había elegido para conducir a los franceses.
Yo nací en Valladolid, muy lejos de Francia, muy
lejos, como me siento ahora, de aquella corte de las maravillas y de este
Louvre gélido y húmedo como la cueva de un oso en el que soy prisionera. Allí
mis obligaciones eran amar y ser amada en vez de ser caderas y ovarios para
asegurar la estirpe de los Borbones y sus flores de lis por otra generación
más.
Al nuevo intermediario con Dios, un hombre educado,
casi hasta el remilgo, no le gustaba nada mi persona. Era mutuo, pero debíamos
tolerarnos. A mi pequeña corte de españoles la había enviado de vuelta al otro
lado del Bidasoa, incluyendo a mi confesor, un dominico de san Pablo, mi más
íntimo enemigo, el cardenal Richelieu, quien debería visitar las nueve ruedas
del infierno y pasar la eternidad de una a otra o que Belcebú le desgajase el
alma en nueve partes para que sufriese a lo vasto del Erebo todas las
salvajadas inhumanas que provoca a este lado del Leteo.
Quizás yo lo vea
por desear esto, pero es que soy humana.
Y mi hilo conductor con el Señor se revolvió en su cómodo escaño. Sé que el valido de mi marido os sacará esta
penitencia mía y le contaréis cada pequeño matiz. No sois de fiar.
Lo que estaba buscando ese cardenal sin fe en nada ni
en nadie que no sea él mismo es que me repudiase por estéril mi esposo y que mi
padre tuviese que devolver la dote, pero lo que no sabía aquel viejo purpurado
y petulante era que mi juventud me procuraba algo que a él ya le escaseaba, el
tiempo. Así que asistía a los coitos en el lecho de mi marido sin fe ninguna ni
placer. Yo no era su halconero, Luynes, con él sí que disfrutaba, casi tanto
como su padre, Enrique IV, con esa cohorte de amantes que ocupaban casi todo su
tiempo… Pecado nefando, porque ser rey
obligaba más que a los demás ciudadanos a ser virtuoso, o eso me acabáis de
decir, padre. Y vi su gesto cariacontecido y su remilgo convertirse en una
pasta blanca con la que maquilló todo su rostro atildado como el de un
diplomático el día de la entrega de sus credenciales en la corte.
Y me vi cansada de fingir y fui sincera, aun a
sabiendas de todo lo que mi madre, pobre mamá, me había enseñado al hablar
sobre el respeto al hogar que nos acoge como consortes. Seré prístina para usted, es decir, para Dios, porque vos sois eso, el
conducto hacia Él. No se puede concebir un hijo con un marido invertido y si se
hace seguramente sea el mayor de los pecados que una mujer pueda cometer, pero
mi rango, del que soy esclava, me obliga a permitir que Luis se derrame en mí con
el mismo placer que un pescadero pesa o un remero atoa. No, padre, por el amor
a la memoria de mi madre, Margarita de Austria-Estiria y a mi padre, el rey
Felipe III de las Españas, dueño de medio mundo; cumpliré con mi cometido, pero
jamás espero que Dios ni ninguno de sus representantes me diga que debo amar a
quien sólo ama la caza y a su halconero. No me dé la absolución, no la
necesito. Ya le he dicho antes que en cuanto cae la noche Dios abandona a los
hombres… Pero yo soy una mujer y encontraré la manera de dar un delfín a
Francia, aunque tenga que rezar en cada cópula en lugar de amar. Creo que es lo
que él hace y lo que hizo mi suegra para concebir a mi esposo.
Después de eso me incorporé y busqué con la mirada a
mis damas, todas con medio pecho fuera, tan diferente a mis vestidos
castellanos, donde nadie mostraba nada en público. El confesor se quedó parado
sin saber si incorporarse o quedarse tan parado como la imagen de Nuestro Señor
crucificado a la que habíamos besado ambos al iniciar el acto de contrición.
Al abrir la puerta vi pasar al diablo purpurado
rodeado por sus habituales atusadores y después me sentí bien: estaría bien que
mi hijo fuese de un cardenal, no de este cardenal, y que lo concibiésemos gimiendo
en español y no entre los rezos en latín de mi apocado Luis. Richelieu hizo
ademán de genuflexión para saludarme y los suyos le emularon mientras yo, Ana
María Mauricia de Austria y Austria-Estiria sonreía porque sabía que para una
mujer todas las noches son estrelladas y pueden ver más allá de lo que Dios
dispuso al separar la luz de las tinieblas, tal y como dice el Génesis. Al
agachar la cabeza me di cuenta de que a mis zapatos les faltaban un par de
herretes. Y así se lo hice saber a mi camarera real quien llamó a los
mosqueteros del rey para que los buscasen en las caballerizas donde había
estado antes de mi confesión visitando el garañón que me había regalado mi
padre, sólo superado por el del duque de Lerma, el diablo particular de España,
y es que el rey lo pone Dios, pero el demonio quien elige a sus validos desde
la noche de los tiempos, la misma que nunca debe dejar caer una mujer en su
vida.
LA BODA DE ANA DE AUSTRIA Y LUIS XIII, POR JEAN CHALETTE, 1615
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