LA CARCAJADA
Hoy os regalo un cuento. Espero que os guste.
HUIDA
Atacado por la melancolía, desmotivado, harto de la empresa en la que trabajaba y deseoso de cambiar de vida en general, Pablo Merillas abandonó todo. No llamó a su mujer, la otrora simpática y llena de cualidades Melina. Tampoco habló con su padre, un viejo egoísta y abandonado a la molicie más exasperante. Ni siquiera hizo comentario ninguno a su mejor amigo, Manuel. Pablo quería desaparecer y cualquiera de éstos le hubiese convencido para que continuase siendo un lacayo mileurista de los que votaban a cualquiera de los dos hijos de puta que solían gobernar arrodillados ante la oligarquía económica con una ley electoral infecta y un sistema de recuento tan antidemocrático como es el D’Hont.
En definitiva, que Pablo se presentó una mañana de enero en su banco, retiró todo el dinero salvo lo que consideró justo para que Melina no se quedase en descubierto con alguna factura y luego no se supo más de él en aquella ciudad de provincias dejada de la mano de Dios repleta de gente que se creía algo sin tener ni donde caerse muerta.
Desde su Paletilandia natal tomó un tren hacia la capital, casi tan paleta como su ciudad. Y desde allí tomó un avión hacia El Cairo.
¿Por qué Egipto?
Sencillamente, era un vuelo barato y jamás le había hablado a nadie de deseo ninguno de viajar hasta tan exótico y turístico paraje. Éste último calificativo le obligó a pensar que El Cairo no debía ser su parada final. El mero hecho de pensar que podría encontrarse con algún conocido por el barrio Copto o por los alrededores del museo Arqueológico, por la plaza Tahrir o el mercado de El Halili le provocó una náusea. De manera que al llegar al sucio aeropuerto cairota decidió que pasaría allí dos o tres días, a lo sumo, y luego continuaría hacia Israel, Siria o cualquier otro país donde los españoles no decidiesen ir.
Estuvo seis días, al final, en la ciudad más poblada de África y después tomó un vuelo, módico e infecto, hacia el sur. Paró en Djibouti. Allí se ganó la vida como estibador en el puerto. Un trabajo duro y muy mal pagado pero suficiente para que pudiese continuar viaje hacia el este. Pensó que su huida sería mejor en lugares más inhóspitos. No quería ser uno de esos con aspecto afectado y de fingida simpatía que saliesen en documentales sobre como es su vida en la otra punta del mundo a los que se pregunta que qué echa de menos y diga obviedades tan injustas y manidas como “mi familia, mis amigos o el jamón”. No deseaba eso. Necesitaba reconocerse y si no lo lograba suicidarse con dignidad.
De repente, durante el vuelo que se suponía que le trasladaba a Singapur se produjo un secuestro. Media docena de enanos mentales gritando chorradas en árabe le amenazaban como si le importase una mierda vivir o morir. Pablo odiaba a cualquier tipo de dogmático y no iba a dejar de hacerlo porque le apuntase uno de éstos con un kalashnikov. Su mirada displicente y su manera de observarlos, sin bajar la vista en ningún momento, hicieron que fuese el elegido para ser el primer rehén al que sacasen con una pistola, una vieja Smith & Wesson automática.
Maldita sea, pensó Pablo, ahora me verán mi mujer, mi padre y mi amigo Manuel, en la puñetera televisión o en la esclavizante internet y sabrán dónde coño me hallo.
Era todo cuanto le preocupaba. Bueno, también el aliento a letrina de mazmorra yemení del tipejo que le apuntaba. Pero no morir. Morir era algo que conllevaba la vida misma. Además, no quería vivir como lo hacía… Por eso había huido de aquel encefalograma plano en el que occidente moraba, en el que se había metido él mismo arrastrado por la mierda que suponían los deseos infantiles de su familia, de su mujer y todo lo que en el colegio le habían inoculado.
La huida podría ser definitiva si aquella fosa séptica andante decidía cantar la primera estrofa de Bohemian Rapshody. ¡Qué putada! Se decía entre una sonrisa triste. ¿Y si era Dios en persona Quien le impedía cambiar? O juegas con mis normas o te echo de este juego que es la vida. ¡Qué putada! Reiteró. ¿Realmente existiría un Dios así?
SECUESTRO
Evidentemente la situación se puso bastante grave cuando el avión, tras la exhibición pública con Sidi Retrete empuñando la automática contra su sien, recibió el combustible reclamado y los dirigieron hacia un aeródromo de fina arena y matorrales displicentes en algún punto del África casi sahariana al sur de Chad o norte de Níger, uno de esos puntos en los que un europeo petulante trazó una raya y dijo que este cacho de desierto pertenecía a tal o a cual potencia colonial y luego de la independencia, casi siempre ficticia, así se quedó esa triste frontera tan irreal como la igualdad ante la ley en la Unión Europea. Pues allí estaba Pablo Merillas. Pensando en que Melina ya sabría, a estas aturas, donde se hallaba. Todo lo que no quería, principalmente lo que no deseaba: que ella supiese nada de él. La había abandonado para nunca más conocer nada sobre ella. No la odiaba pero tampoco era santa de su devoción en los últimos tiempos. Y ya no estaba para hacer ejercicios de futilidad como luchar por volverse a enamorar de aquella persona que cuanto más le daba más exigía sin agradecer nada.
Los captores se pusieron nerviosos cuando Pablo pensaba en aquel par de imbéciles que eran sus jefes y que tanto habían disfrutado tocándole las narices durante los últimos tres años. Justo el pensamiento posterior al de Melina y sus exigencias palurdas de niña consentida y mecha rubia demodé.
Al parecer los paracaidistas franceses se habían apostado en derredor de aquel paraje edénico para alacranes y reptiles y el boca porquera había comenzado a gritar, suponía Pablo que en un árabe nada académico, que indefectiblemente concluía en un Dios es grande –lo único que entendía– y que el pobre Dios y el pacífico musulmán sufrían por culpa de cenutrios como éste en cualquier rincón de lo que sin demasiada inteligencia se denomina occidente.
Al pobre Pablo Merillas lo volvieron a agarrar y a sacar del avión como prueba de que matarían a todos los allí secuestrados. Una azafata quejicosa e inundada en lágrimas les acompañaba porque era quien hacía las traducciones al francés, idioma que sí que entendía el infortunado rehén. Desde luego que entenderlo no consolaría a nadie pero él estaba tranquilo. Prefería morir a volver a aquella tediosa existencia tan aburrida como ser oveja o religioso.
El ignívomo armado vociferaba sobre que los sesos de todos saltarían por los aires si los infieles no abandonaban lo antes posible aquel arenal estéril y liberaban a doscientos presos de las cárceles de Israel y cien más en Pakistán.
En ese momento, cuando la auxiliar gemebunda tradujo a voz en grito las exigencias de aquel pazguato con AK 47 al hombro y Smith & Wesson en la mano, a Merillas le dio la risa. No pudo evitar la carcajada.
El pestilente se quedó perplejo mientras la traductora no sabía qué consecuencias iba a producir semejante salida de pata de banco. Quitó el seguro y escuchó sobre su oído derecho aquel yunque metálico y su muelle. Pablo supuso que era el fin pero no dejó de reír. Qué mejor que no dar a un terrorista el titular esperado.
De repente el halitósico cayó de espaldas arrastrando al hilarante capturado. Los paracaidistas acababan de iniciar una operación militar de rescate. Todo quedó resuelto en un abrir y cerrar de ojos. Los seis secuestradores con un bonito orificio en sus seseras. Tres liberados con sendos agujeros en distintas partes de sus osamentas aunque ninguno de gravedad. Y un titular común: el secuestrado loco; el rehén risueño; ¿Se ríe de la muerte?
Extrañamente Pablo Merillas, el hombre que deseaba ser anónimo, no pudo serlo. Maldijo a Andy Warhol con todas sus fuerzas y su famosa frase sobre el cuarto de hora de gloria.
Le visitaron policías, psiquiatras, periodistas y curas. A todos dijo lo mismo: déjenme en paz. Los policías le tomaron por loco, los psiquiatras como una víctima de un síndrome de estrés postraumático y los periodistas como un excéntrico. A los curas ni los recibió.
De Djamena salió sin dirección conocida. Solo, sonriente pero con tristeza y en absoluto silencio tomó un avión. ¿Lograría retornar a su deseado anonimato?
REGRESO
Once años después de aquellos días inciertos en los que fue portada de periódicos de medio mundo Pablo Merillas retornó a Paletilandia. No sabía nada de nadie de los que allí había dejado. Su padre había fallecido víctima de su dejadez. Lo habían encontrado con el mando a distancia en la mano. A su hijo le pareció lógico. Fue al cementerio y vio el panteón familiar. No lloró. No le apetecía nada ponerse sentimental. La nostalgia es una trampa miserable, se repetía como un mantra.
Su ex mujer seguía en la misma casa. Lo leyó en un listín telefónico, por supuesto ni llamó ni se acercó a las inmediaciones de la finca. No preguntó a nadie de qué ni con quién vivía. Con saber que continuaba exactamente igual dio por buena, o muy buena, su huida. Se dio cuenta de que hubiesen sido once patéticos años, día a día, arrastrándose en el lodazal de la rutina.
Él había sido muchas cosas en Asia y África, pero, sobre todo, libre. Había amado, había soñado, había llorado y había reído y siempre bajo el abrigo de la diosa libertad. Entonces, mientras hacía esa reflexión, entró en un café, en otro tiempo paraíso de la izquierda radical y movimientos antisistema, con un atentado en forma de bomba de la ultraderecha en la Transición incluido en su currículo, y se zampó con un ambiente pijo, provinciano y con camareros con el jersey del cocodrilo puesto. Desde luego que no sentía nostalgia pero sí rabia. De nuevo se dio cuenta de que allí no pintaba nada.
Sus sienes plateadas le dieron la razón. Once años después era básicamente feliz. No quizás todo lo que había soñado pero sí feliz.
Una vez asumido que había hecho lo correcto llamó a Manuel. Evidentemente continuaba teniendo el mismo número de móvil. Todo en Paletilandia seguía igual, congelado o anquilosado como Brigadoom. Era una ciudad condenada a muerte por puro inmovilismo.
Manuel estuvo frío, enfadado, incómodo. Pablo no esperaba otra cosa. Seguía siendo igual, y aquí sí que había un por fortuna plenamente merecido.
Tras las primeras tiranteces le dejó explicarse y no pudo por menos que darle la razón, el pobre Manuel sabía del amor de su amigo por la libertad frente a la sanguinolenta nostalgia.
-Es en la libertad, mi buen amigo Manuel, donde yo soy yo y no un apéndice de nadie. Mientras que si hubiese sentido nostalgia me hubiese convertido en una hoja caduca y moribunda de un árbol con las raíces demasiado hundidas.
-¿Y los que dejaste atrás? ¿Yo, por ejemplo?
-Tú eres la amistad y de esa no se puede sentir nostalgia porque si es auténtica siempre te acompaña, aunque haga cien años que no veas a un amigo en cuanto te reencuentras sonríes porque sabes que su casa es tu casa, su vida es la tuya.
Entonces Manuel sonrió. Pablo sonrió. Y ambos dieron cuenta de un buen vino y de una charla que llevaba once años fraguándose.
-Por cierto, Pablo, ¿por qué te reíste cuando el terrorista te apuntaba?
-Porque me acordé de un chiste.
-¿Qué chiste?
-Te lo contaré cuando regrese.
-¿Dentro de otros once años?
HUIDA
Atacado por la melancolía, desmotivado, harto de la empresa en la que trabajaba y deseoso de cambiar de vida en general, Pablo Merillas abandonó todo. No llamó a su mujer, la otrora simpática y llena de cualidades Melina. Tampoco habló con su padre, un viejo egoísta y abandonado a la molicie más exasperante. Ni siquiera hizo comentario ninguno a su mejor amigo, Manuel. Pablo quería desaparecer y cualquiera de éstos le hubiese convencido para que continuase siendo un lacayo mileurista de los que votaban a cualquiera de los dos hijos de puta que solían gobernar arrodillados ante la oligarquía económica con una ley electoral infecta y un sistema de recuento tan antidemocrático como es el D’Hont.
En definitiva, que Pablo se presentó una mañana de enero en su banco, retiró todo el dinero salvo lo que consideró justo para que Melina no se quedase en descubierto con alguna factura y luego no se supo más de él en aquella ciudad de provincias dejada de la mano de Dios repleta de gente que se creía algo sin tener ni donde caerse muerta.
Desde su Paletilandia natal tomó un tren hacia la capital, casi tan paleta como su ciudad. Y desde allí tomó un avión hacia El Cairo.
¿Por qué Egipto?
Sencillamente, era un vuelo barato y jamás le había hablado a nadie de deseo ninguno de viajar hasta tan exótico y turístico paraje. Éste último calificativo le obligó a pensar que El Cairo no debía ser su parada final. El mero hecho de pensar que podría encontrarse con algún conocido por el barrio Copto o por los alrededores del museo Arqueológico, por la plaza Tahrir o el mercado de El Halili le provocó una náusea. De manera que al llegar al sucio aeropuerto cairota decidió que pasaría allí dos o tres días, a lo sumo, y luego continuaría hacia Israel, Siria o cualquier otro país donde los españoles no decidiesen ir.
Estuvo seis días, al final, en la ciudad más poblada de África y después tomó un vuelo, módico e infecto, hacia el sur. Paró en Djibouti. Allí se ganó la vida como estibador en el puerto. Un trabajo duro y muy mal pagado pero suficiente para que pudiese continuar viaje hacia el este. Pensó que su huida sería mejor en lugares más inhóspitos. No quería ser uno de esos con aspecto afectado y de fingida simpatía que saliesen en documentales sobre como es su vida en la otra punta del mundo a los que se pregunta que qué echa de menos y diga obviedades tan injustas y manidas como “mi familia, mis amigos o el jamón”. No deseaba eso. Necesitaba reconocerse y si no lo lograba suicidarse con dignidad.
De repente, durante el vuelo que se suponía que le trasladaba a Singapur se produjo un secuestro. Media docena de enanos mentales gritando chorradas en árabe le amenazaban como si le importase una mierda vivir o morir. Pablo odiaba a cualquier tipo de dogmático y no iba a dejar de hacerlo porque le apuntase uno de éstos con un kalashnikov. Su mirada displicente y su manera de observarlos, sin bajar la vista en ningún momento, hicieron que fuese el elegido para ser el primer rehén al que sacasen con una pistola, una vieja Smith & Wesson automática.
Maldita sea, pensó Pablo, ahora me verán mi mujer, mi padre y mi amigo Manuel, en la puñetera televisión o en la esclavizante internet y sabrán dónde coño me hallo.
Era todo cuanto le preocupaba. Bueno, también el aliento a letrina de mazmorra yemení del tipejo que le apuntaba. Pero no morir. Morir era algo que conllevaba la vida misma. Además, no quería vivir como lo hacía… Por eso había huido de aquel encefalograma plano en el que occidente moraba, en el que se había metido él mismo arrastrado por la mierda que suponían los deseos infantiles de su familia, de su mujer y todo lo que en el colegio le habían inoculado.
La huida podría ser definitiva si aquella fosa séptica andante decidía cantar la primera estrofa de Bohemian Rapshody. ¡Qué putada! Se decía entre una sonrisa triste. ¿Y si era Dios en persona Quien le impedía cambiar? O juegas con mis normas o te echo de este juego que es la vida. ¡Qué putada! Reiteró. ¿Realmente existiría un Dios así?
SECUESTRO
Evidentemente la situación se puso bastante grave cuando el avión, tras la exhibición pública con Sidi Retrete empuñando la automática contra su sien, recibió el combustible reclamado y los dirigieron hacia un aeródromo de fina arena y matorrales displicentes en algún punto del África casi sahariana al sur de Chad o norte de Níger, uno de esos puntos en los que un europeo petulante trazó una raya y dijo que este cacho de desierto pertenecía a tal o a cual potencia colonial y luego de la independencia, casi siempre ficticia, así se quedó esa triste frontera tan irreal como la igualdad ante la ley en la Unión Europea. Pues allí estaba Pablo Merillas. Pensando en que Melina ya sabría, a estas aturas, donde se hallaba. Todo lo que no quería, principalmente lo que no deseaba: que ella supiese nada de él. La había abandonado para nunca más conocer nada sobre ella. No la odiaba pero tampoco era santa de su devoción en los últimos tiempos. Y ya no estaba para hacer ejercicios de futilidad como luchar por volverse a enamorar de aquella persona que cuanto más le daba más exigía sin agradecer nada.
Los captores se pusieron nerviosos cuando Pablo pensaba en aquel par de imbéciles que eran sus jefes y que tanto habían disfrutado tocándole las narices durante los últimos tres años. Justo el pensamiento posterior al de Melina y sus exigencias palurdas de niña consentida y mecha rubia demodé.
Al parecer los paracaidistas franceses se habían apostado en derredor de aquel paraje edénico para alacranes y reptiles y el boca porquera había comenzado a gritar, suponía Pablo que en un árabe nada académico, que indefectiblemente concluía en un Dios es grande –lo único que entendía– y que el pobre Dios y el pacífico musulmán sufrían por culpa de cenutrios como éste en cualquier rincón de lo que sin demasiada inteligencia se denomina occidente.
Al pobre Pablo Merillas lo volvieron a agarrar y a sacar del avión como prueba de que matarían a todos los allí secuestrados. Una azafata quejicosa e inundada en lágrimas les acompañaba porque era quien hacía las traducciones al francés, idioma que sí que entendía el infortunado rehén. Desde luego que entenderlo no consolaría a nadie pero él estaba tranquilo. Prefería morir a volver a aquella tediosa existencia tan aburrida como ser oveja o religioso.
El ignívomo armado vociferaba sobre que los sesos de todos saltarían por los aires si los infieles no abandonaban lo antes posible aquel arenal estéril y liberaban a doscientos presos de las cárceles de Israel y cien más en Pakistán.
En ese momento, cuando la auxiliar gemebunda tradujo a voz en grito las exigencias de aquel pazguato con AK 47 al hombro y Smith & Wesson en la mano, a Merillas le dio la risa. No pudo evitar la carcajada.
El pestilente se quedó perplejo mientras la traductora no sabía qué consecuencias iba a producir semejante salida de pata de banco. Quitó el seguro y escuchó sobre su oído derecho aquel yunque metálico y su muelle. Pablo supuso que era el fin pero no dejó de reír. Qué mejor que no dar a un terrorista el titular esperado.
De repente el halitósico cayó de espaldas arrastrando al hilarante capturado. Los paracaidistas acababan de iniciar una operación militar de rescate. Todo quedó resuelto en un abrir y cerrar de ojos. Los seis secuestradores con un bonito orificio en sus seseras. Tres liberados con sendos agujeros en distintas partes de sus osamentas aunque ninguno de gravedad. Y un titular común: el secuestrado loco; el rehén risueño; ¿Se ríe de la muerte?
Extrañamente Pablo Merillas, el hombre que deseaba ser anónimo, no pudo serlo. Maldijo a Andy Warhol con todas sus fuerzas y su famosa frase sobre el cuarto de hora de gloria.
Le visitaron policías, psiquiatras, periodistas y curas. A todos dijo lo mismo: déjenme en paz. Los policías le tomaron por loco, los psiquiatras como una víctima de un síndrome de estrés postraumático y los periodistas como un excéntrico. A los curas ni los recibió.
De Djamena salió sin dirección conocida. Solo, sonriente pero con tristeza y en absoluto silencio tomó un avión. ¿Lograría retornar a su deseado anonimato?
REGRESO
Once años después de aquellos días inciertos en los que fue portada de periódicos de medio mundo Pablo Merillas retornó a Paletilandia. No sabía nada de nadie de los que allí había dejado. Su padre había fallecido víctima de su dejadez. Lo habían encontrado con el mando a distancia en la mano. A su hijo le pareció lógico. Fue al cementerio y vio el panteón familiar. No lloró. No le apetecía nada ponerse sentimental. La nostalgia es una trampa miserable, se repetía como un mantra.
Su ex mujer seguía en la misma casa. Lo leyó en un listín telefónico, por supuesto ni llamó ni se acercó a las inmediaciones de la finca. No preguntó a nadie de qué ni con quién vivía. Con saber que continuaba exactamente igual dio por buena, o muy buena, su huida. Se dio cuenta de que hubiesen sido once patéticos años, día a día, arrastrándose en el lodazal de la rutina.
Él había sido muchas cosas en Asia y África, pero, sobre todo, libre. Había amado, había soñado, había llorado y había reído y siempre bajo el abrigo de la diosa libertad. Entonces, mientras hacía esa reflexión, entró en un café, en otro tiempo paraíso de la izquierda radical y movimientos antisistema, con un atentado en forma de bomba de la ultraderecha en la Transición incluido en su currículo, y se zampó con un ambiente pijo, provinciano y con camareros con el jersey del cocodrilo puesto. Desde luego que no sentía nostalgia pero sí rabia. De nuevo se dio cuenta de que allí no pintaba nada.
Sus sienes plateadas le dieron la razón. Once años después era básicamente feliz. No quizás todo lo que había soñado pero sí feliz.
Una vez asumido que había hecho lo correcto llamó a Manuel. Evidentemente continuaba teniendo el mismo número de móvil. Todo en Paletilandia seguía igual, congelado o anquilosado como Brigadoom. Era una ciudad condenada a muerte por puro inmovilismo.
Manuel estuvo frío, enfadado, incómodo. Pablo no esperaba otra cosa. Seguía siendo igual, y aquí sí que había un por fortuna plenamente merecido.
Tras las primeras tiranteces le dejó explicarse y no pudo por menos que darle la razón, el pobre Manuel sabía del amor de su amigo por la libertad frente a la sanguinolenta nostalgia.
-Es en la libertad, mi buen amigo Manuel, donde yo soy yo y no un apéndice de nadie. Mientras que si hubiese sentido nostalgia me hubiese convertido en una hoja caduca y moribunda de un árbol con las raíces demasiado hundidas.
-¿Y los que dejaste atrás? ¿Yo, por ejemplo?
-Tú eres la amistad y de esa no se puede sentir nostalgia porque si es auténtica siempre te acompaña, aunque haga cien años que no veas a un amigo en cuanto te reencuentras sonríes porque sabes que su casa es tu casa, su vida es la tuya.
Entonces Manuel sonrió. Pablo sonrió. Y ambos dieron cuenta de un buen vino y de una charla que llevaba once años fraguándose.
-Por cierto, Pablo, ¿por qué te reíste cuando el terrorista te apuntaba?
-Porque me acordé de un chiste.
-¿Qué chiste?
-Te lo contaré cuando regrese.
-¿Dentro de otros once años?
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