CAOS Y LOS IMPERIOS CAÍDOS
CAOS Y LOS IMPERIOS CAÍDOS
Si rezase éste sería el mejor
momento. El autobús del grupo, mi banda de rock e instrumentos de viento,
incorporados en esta gira para dar un toque un poco más soul a nuestro sonido,
algo anquilosado; transitaba por el pueblecito en el que pasé mis primeros
veranos.
No se parecía en nada. Aquello era,
como el nombre de nuestra banda: caos, puro caos. Los dioses se habían
convertido en monstruos y las praderas en secarrales. El imperio de pastizales
y bosques había dado paso a un ventarrón, casi un huracán, que había arrancado
la poesía de aquel paraje hasta convertirlo en nada.
Por su puesto, como diría un buen marino, aquella
marejada siempre venía para dar un giro a babor, como en política o en la vida.
Y yo me sentí traicionado por mi bonita infancia, cuando corría y recorría cada
metro de esos parajes en busca de un nido, una seta, un hormiguero sobre el que
orinar para ver nadar contra corriente a sus moradoras, con esa crueldad
infantil difícil de explicar; o, simplemente, para sentir la vida y la libertad
que aquel lugar me regalaba a ojos vista.
Pero ahora era nada, por una carretera que nunca se
hizo, una estación de servicio que nunca sirvió y la codicia que siempre moró
en los supuestamente poderosos de aquel pueblo castellano en el que pasé mis
vacaciones y más de un fin de semana de otoño, cuando el viento frío obligaba a
poner una chimenea y las mantas que había comprado la abuela en la capital, justo
después de casarse, como sempiternamente nos contaba al arroparnos. Aquel
viento me traía cariño, sabor a lechazo hecho sobre brasas de sarmiento y la
voz de mi madre repitiendo, casi como un mantra, que a la mañana siguiente
había que hacer los deberes si queríamos salir a buscar las majadas y encinares
de mi infancia. Lo que ahora es caos e imperios caídos: Caos, como mi banda de
rock, y Los Imperios Caídos, como el grupo de metales que nos acompañaba.
Lo que la codicia se llevó, no el viento, ni Escarlata
O’Hara, sino una decisión tomada sin el corazón.
Ahora el autobús toma una curva y el escenario de mi
dicha infantil desaparece, aunque ya nunca estará. Y pienso en Shakespeare y en
su soneto, ése que comienza con Mella
tiempo voraz del león las garras, no recuerdo el número, y pienso que no
fue ningún reloj lo que llenó aquello de arena sino el egoísmo miserable.
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