Saturday, June 10, 2017

CAOS Y LOS IMPERIOS CAÍDOS

CAOS Y LOS IMPERIOS CAÍDOS

            Si rezase éste sería el mejor momento. El autobús del grupo, mi banda de rock e instrumentos de viento, incorporados en esta gira para dar un toque un poco más soul a nuestro sonido, algo anquilosado; transitaba por el pueblecito en el que pasé mis primeros veranos.

            No se parecía en nada. Aquello era, como el nombre de nuestra banda: caos, puro caos. Los dioses se habían convertido en monstruos y las praderas en secarrales. El imperio de pastizales y bosques había dado paso a un ventarrón, casi un huracán, que había arrancado la poesía de aquel paraje hasta convertirlo en nada.

Por su puesto, como diría un buen marino, aquella marejada siempre venía para dar un giro a babor, como en política o en la vida. Y yo me sentí traicionado por mi bonita infancia, cuando corría y recorría cada metro de esos parajes en busca de un nido, una seta, un hormiguero sobre el que orinar para ver nadar contra corriente a sus moradoras, con esa crueldad infantil difícil de explicar; o, simplemente, para sentir la vida y la libertad que aquel lugar me regalaba a ojos vista.

Pero ahora era nada, por una carretera que nunca se hizo, una estación de servicio que nunca sirvió y la codicia que siempre moró en los supuestamente poderosos de aquel pueblo castellano en el que pasé mis vacaciones y más de un fin de semana de otoño, cuando el viento frío obligaba a poner una chimenea y las mantas que había comprado la abuela en la capital, justo después de casarse, como sempiternamente nos contaba al arroparnos. Aquel viento me traía cariño, sabor a lechazo hecho sobre brasas de sarmiento y la voz de mi madre repitiendo, casi como un mantra, que a la mañana siguiente había que hacer los deberes si queríamos salir a buscar las majadas y encinares de mi infancia. Lo que ahora es caos e imperios caídos: Caos, como mi banda de rock, y Los Imperios Caídos, como el grupo de metales que nos acompañaba.

Lo que la codicia se llevó, no el viento, ni Escarlata O’Hara, sino una decisión tomada sin el corazón.


Ahora el autobús toma una curva y el escenario de mi dicha infantil desaparece, aunque ya nunca estará. Y pienso en Shakespeare y en su soneto, ése que comienza con Mella tiempo voraz del león las garras, no recuerdo el número, y pienso que no fue ningún reloj lo que llenó aquello de arena sino el egoísmo miserable.

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